¡Esquina bajan!
Por Edgar Medina y Yessica Moreno
Yo soy la puerta de las ovejas…Yo he venido para que todos ustedes tengan vida, y para que la vivan plenamente. [Juan 10:7,10 TLA]
Esta tarde recibí una visita inesperada, una lucecita en el tablero de mi auto. Hasta donde la mente me pudo ayudar —después de la tacita de café que le obsequié previamente—, no recordé haberla visto jamás. Esperé que se apagara por sí misma, incluso golpeé el tablero en un par de ocasiones como para darle ánimo de esfumarse, pero nada funcionó. Me vi en la penosa necesidad de llevar el carro al taller en donde con un rápido diagnóstico salió el detalle; una falla en el termostato. Entonces aprendí algo poderoso: ¡Los autos tiene termostato! Les confieso que no soy un neófito en mecánica, sino lo que le sigue. El auto me lleva y me trae, pero poco cuidado tomo en él más allá de ponerle gasolina.
Quizá, muchas mujeres se sienten como mi coche. Sirven a sus esposos e hijos incansablemente a cambio de un poquito de combustible justo al llegar al nivel de la reserva mínima. Si acaso dan señales de tener algún problema que requiera la atención de otros no faltarán los golpeteos en el tablero, al fin y al cabo, todo mundo puede enfermarse, menos ellas.
Los sueños que por años abrazaron han quedado sepultados debajo de una docena de pantalones por planchar. Las largas conversaciones sin interrupciones son historia. Han aprendido a comer por pausas, a no cometer la grave falta de pasar por en frente del televisor mientras el esposo o los hijos se ‘cultivan’. Han comprendido que necesitan implorar por ayuda, aún y cuando el beneficio sea para todos los demás. Pero, lo peor de todo es que nadie parece notarlo.
Hay una sed, en lo muy profundo del alma femenina, por ser apreciada, valorada y aceptada. Esa necesidad arrojó a la joven egipcia Agar a cruzar la puerta que la condujo al auto-destierro en el desierto, según nos cuenta la Biblia. Sin embargo. Ahí aprendió algo de lo que no había tendido ni la menor idea: todo lo que hacía, todo lo que sufría, todo lo que sentía, Dios lo veía.
Sólo Dios ve un grito ahogado, como sólo Él ve la espalda del Crepúsculo, la efigie que Miguel Ángel esculpió para la tumba de Lorenzo de Médicis y que lleva siglos contra una pared.
La vida parece haberles jugado una pesada broma a miles de mujeres, como si la puerta del matrimonio o la familia las hubiese vuelto invisibles. ¿Habrá alguna salida? La hay. Jesús declaró: «Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos… yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia.» Nadie como Jesús para apreciar y valorar todo lo que haces. Nadie como Él para aceptarte tal cual eres, sin exigirte nada.
Del corazón de Dios
Naciste para correr a los brazos de un padre amoroso. Naciste para caminar en colinas llenas de fruto. Eres preciosa y nada hay en ti que no esté en mi libro.
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