La pobreza extrema
Por Edgar Medina D.
Dar algo al pobre es dárselo al Señor; el
Señor sabe pagar el bien que se hace [Proverbios 19:17 RVC].
Tendría unos nueve
años de edad la tarde que un indigente tocó a la puerta de mi casa. Yo mismo
abrí y recuerdo que poco después le di a aquel hombre –a todas luces
hambriento- algunas frutas que tomé de la cocina y le llevé a las afueras de la
casa, en donde esperaba el pordiosero. Nunca he podido olvidar la desesperación
con la que él tomó un plátano (banana) y lo comenzó a devorar, sin siquiera
quitarle la cáscara. Yo, un tanto sorprendido, le dije:
-No señor, así no
se come. Se le quita la cáscara.
-Ay hijo –contestó,
casi sin distraerse-, ¡para el hambre que yo traigo!
Algo me quedó claro,
fue que el hambre de ese hombre era tal que no se daría el ‘lujo’ de
desperdiciar nada, ni la cáscara siquiera.
La pobreza es algo
no deseable y a lo que rehuimos de forma natural; sin embargo, la Biblia nos enseña dos
aspectos importantes sobre la pobreza que debemos considerar.
Jesús dijo: “a los
pobres siempre los tendrán entre ustedes…” Los esfuerzos por erradicar la
pobreza nunca serán demasiados, los pobres no se eliminarán por decreto, ni
será por alguna política o filosofía económica por la que la pobreza se
convertirá en historia. El compromiso de ayudar a los más necesitados debe surgir
de manera natural en un corazón sensible y agradecido con Dios. En una cultura
ambiciosa y consumista nunca sentimos tener lo suficiente, eso nos quita de la
vista a aquellos más desfavorecidos, y no me refiero a aquellos que están al
otro lado del planeta, sino aún los que viven en nuestras propias ciudades.
La cultura nos
mueve a huir de la pobreza, pero Dios nos invita a buscar a los pobres y
tenderles la mano.
Otro aspecto
revolucionario en relación con la pobreza lo encontramos en el discurso más
popular de Jesús de Nazareth; Las Bienaventuranzas. El dijo: “Bienaventurados
los pobres en espíritu…”
Cuando leí con
atención por primera vez estas palabras de Jesús vino a mi mente el recuerdo
del indigente que conocí siendo un niño. Comprendí entonces que es una
bendición tener hambre y sed por la palabra y la presencia de Dios, al grado de
no desperdiciar nada de lo que él tenga para mí.
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