Hijo mío, pon atención a mi sabiduría y presta oído a mi buen juicio. [Proverbios 5:1 NVI]
Pedro, el apóstol de Jesucristo, convivió muy cerca de su maestro por tres años antes de fallarle de manera artera al negarle y abandonarlo. La historia de ambos no concluyó con la pesada loza de la traición, pero tampoco con la reconciliación que vivieron pocos días después con el mar de Galilea por testigo. La relación con Jesús transformó a Pedro de un hombre un tanto arrebatado, ligero en sus palabras y explosivo, en un hombre lleno de madurez y de sabiduría; en un hombre sensato, prudente y con un carácter curtido y firme, justo el Pedro en encontramos reflejando a su maestro en las cartas que escribió unos 30 años después de que el segundo canto del gallo le recordara su ofensa la noche en que Jesús fue aprendido.
Los recurrentes equívocos de Pedro no cesaron con el fluir del Espíritu de Dios en la fiesta de Pentecostés y las fabulosas muestras del poder sobrenatural de Dios a través de su vida y obra. Sus errores llegaron a la magnitud de tener que ser reprendido públicamente por uno de sus compañeros apóstoles.
Lo que roba mi atención es el hecho de que el proceso de madurez para Pedro no fue corto, subió las crestas y caminó los valles, y cuanto las cosas no marchaban bien y los viejos patrones de conducta aparecían sin haber sido invitados
Pedro sólo necesitaba volver al mismo Jesús que más de una vez le preguntó:
— ¿Me amas?
No hay otro Jesús ni otra guía, fuera de Su palabra para indicarnos el camino. Las fallas personales sin duda nos desaniman y merman nuestra confianza ante los demás, pero si hemos atendido a la sabiduría de Dios y a su inteligencia hemos inclinado el oído lo que nos resta es seguir remando mar adentro.
» Reconocer fallas en el carácter es camino de toda una vida para muchos; pero, es sólo una estación a la mitad del viaje rumbo a solucionarlas.
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